La última vez

La despertó un aliento frío que se pegaba a la piel como el sudor de un amante. La despertó una sensación olvidada por el cerebro y que sólo el corazón puede reconocer. La despertó el brillo de unos ojos que no veían, y que tampoco eran ojos: un misterio secreto, la mirada de Dios.

Entre la penumbra de la habitación, y ofuscada por la somnolencia, divisó durante un segundo un contorno pálido en mitad del dormitorio, inmóvil pero sonriente, firme pero sereno, muerto pero inmortal.

Cuando pestañeó, la presencia del espíritu había desaparecido.

Aquella fue la última vez que vio a su esposo.

Extracto de Rayo de luna, de Iraultza Askerria

Extraviado en el paraíso

Derrotado por el placer, examinó su belleza femenina. Los labios húmedos esbozaban una deleitosa sonrisa, los imponentes senos se agitaban retándose mutuamente en un duelo sicalíptico, y las piernas mostraban una piel cálida y suave, una piel de vértigo.

Así se sentía él, mareado por la visión de aquel goce; desequilibrado por las caricias de tal desenfreno; estimulado por la posibilidad de fusionarse con otra persona, por la perspectiva de escuchar los latidos femeninos sobre los suyos, por la capacidad de extraviarse en el paraíso mientras él se extraviaba en ella.

 

Extracto de Sexo, drogas y violencia, de Iraultza Askerria

Author Bart from Amstelveen, Holland

Una mañana de agosto

En aquella bochornosa mañana de agosto, me encontraba en un tren casi vacío. El silencio y el hastío cargaban el ambiente del transporte público, construido para trasladar a los desafortunados obreros hasta su puesto de trabajo, donde venderían su tiempo a cambio de dinero sabiendo que en un futuro cercano comprarían tiempo a cambio de su dinero.

Pero lejos de este síntoma de revolución, me invadía el tedio y el sueño, la apatía y el sinsabor, insufribles sentimientos acrecentados por la perspectiva de aquel largo trayecto. Aquellos repartidores que solían despachar periódicos gratuitos a la entrada de la estación ferroviaria disfrutaban de unas merecidas vacaciones. A mí me privaban de la delicia de leer un diario manipulado, falaz y sensacionalista que pudiese, al menos, entretenerme durante el largo viaje.

El resto de los pasajeros del tren, sin embargo, había optado por diversas formas de solaz para matar el tiempo. Muchos se regodeaban con su móvil de última generación que en pocos días quedaría obsoleto, fuera de la moda preestablecida. Otros disfrutaban atontados con la mirada clavada en la pantalla de su novísimo iPad. Algunos se concentraban en las teclas de su Nintendo 3DS, manejando los movimientos de un diminuto muñeco tan vacío de alma como de corazón. Todos se creían felices, con un cerebro tan moderno como el microprocesador de una computadora; quizá no tan veloz, pero sí tan pequeño.

Mientras tanto, en mi mente se aglutinaban músicas tan dispares como el hip-hop y el heavy metal, acompañadas por las alarmas de los teléfonos celulares. Aquel entorno insufrible de tecnología y vana prepotencia me sobrecogía, como un puño cerrado sobre el cuello de mi memoria, apretando lento y malvado los pensamientos de un inconformismo moribundo.

Pero entonces, me percaté de que sobre tal muchedumbre de robóticos deseos, aún había personas, escasas, pero las había, que se conformaban con la literatura. Una mujer de mediana edad y un joven de aspecto rebelde leían ávidamente una novela, sumidos en el arte, ajenos a la indigestión tecnológica del entorno. A mí me empachaban de esperanza.

El trayecto prosiguió, pero ahora con una atmósfera más amena y delicada, como si los versos de un poeta se respirasen en el aire. Giré la cabeza hacia la derecha y me topé con una compañera de asiento en la que no había reparado antes.

Como siempre, lo más bonito estaba más cerca de lo que había pensado.

Ella tenía un librito entre las manos, acogido como un tesoro. Conseguí deslizar la atención hacia las palabras que en él se imprimían y mi corazón se sobresaltó de emoción. Las rimas del mismísimo Gustavo Adolfo Bécquer estaban siendo leídas por aquella hermosa chica. Su pupila era azul y, al mirarla, recordé el trémulo fulgor de los rayos de la luna.

El tren se detuvo entonces, sobresaltándome. Giré los ojos hacia la ventanilla del vagón. Aquél era mi destino.

La miré otra vez, a ella. Quería decirla que era preciosa, invitarla a salir, a cenar y recogerla después entre mis brazos. Pero el tren iba a reemprender la marcha de un momento a otro. Tenía que elegir entre perder mi empleo o perder el amor de mi vida. Finalmente opté por la más racional y estúpido.

No la he vuelto a ver.

Publicado en la Revista Boulevard, por Iraultza Askerria

La noche fantástica

Las noches han sido engendradas para concebir sueños y fantasías, las cuales se vuelven contra la voluntad del soñador al arribo de la aurora. Si se limitase el descanso a las indiscretas y entrometidas horas del día, el sol sería incapaz de mancillar las quimeras de cada uno, y por tanto, más fácilmente podrían consumarse al abrigo de la oscuridad; porque durante las noches, tiernas e íntimas, el mundo es sólo de cada uno, el universo nos pertenece. La noche es el instante donde cumplir las fantasías solitarias inspiradas por las musas de la luna. Bien saben esto él y ella, y bien saben que es más hermoso convivir al anochecer y, durante el día, enclaustrarse dentro de la mente de sus sueños. Prefieren no dormir, y tentar mutuamente las despiertas ilusiones que transpiran en la piel ajena. Sentirse en un abrazo y en un beso; libres en las sombras de la madrugada donde cada sueño y fantasía goza de un carácter verosímil y posible.

Extracto de Rayo de luna, de Iraultza Askerria

El bar

La mayoría de aquellos compartimentos ubicados a la izquierda estaban vacíos, puesto que sólo eran utilizados para buscar privacidad, ya fuese para enredarse con la falda de una camarera o para discrepar sobre temas trascendentales y arriesgados. La luz resultaba mortecina en aquella zona, bien alejada de las restantes mesas de la barra del bar.

Ésta estaba construida en la pared lateral de la estancia, a la derecha. Detrás, se ubicaban diversas estanterías repletas de botellas de vodka, ron, whisky y mil licores de todos los rincones del mundo. Los camareros asían y desasían los recipientes situados tanto sobre los anaqueles como bajo la barra, mientras los clientes consumían sus bebidas, algunos con ánimo juerguista y la mayoría con sobriedad tónica.

El escenario, que abarcaba el centro de la pared trasera, estaba flanqueada por un telón rojo. Tras él, se escondía el pasillo que conducía a diversas piezas y camerinos. En el centro del escenario, un empleado estaba arrodillado frente a los restos de una extensa mácula, fregando el lugar.

Además, la sala estaba provista de confortables lugares donde descansar: anaranjados divanes, tresillos y sillones de respaldo reclinable. Pero los emplazamientos más abundantes correspondían a mesas cuadradas y esbeltas rodeadas de cómodas sillas.

Ni una décima parte de los asientos del local estaban ocupados, incluyendo en tal cálculo los taburetes instalados frente a la barra. El recinto era enorme, y ni aunque todos los socios de Jesús se congregasen durante una noche, se conseguiría atestar el local.

Extracto de Sexo, drogas y violencia, de Iraultza Askerria

La mecánica del sexo

Las caricias y los susurros de ternura brotaron como el gas de un motor de combustión; un acto tantas veces ejercido se había transformado en un procedimiento instintivo e inconsciente.

Así, los dedos de él aferraban los muslos de ella con una firmeza automática. Los besos, los roces, los intercambios de sonrisas y de gemidos, los extravíos en la fulgente mirada del otro, el aroma a fusión fatigada, el cenit de la unión carnal… Todo aquello había perdido la intriga y el nerviosismo de la inexperiencia. Ahora todo consistía en un mecánico tráfico de sexo y de goce.

Pero, al igual que la primera vez, proseguía siendo una práctica deliciosa y apetecible, una sensación que les hacía sentirse vivos, eufóricos y colmados de fortuna, casi a punto de rozar el cielo con sus dedos terrenales.

Extracto de Sexo, drogas y violencia, de Iraultza Askerria

El primer asesino

Si consideramos la terminología bíblica, el primer asesinato conocido ocurrió cuando Caín mató a su hermano Abel. Desde entonces, los milenios de la historia han estado plagados de asesinatos, atentados y homicidios. El faraón Teti, Jerges II, Filipo de Macedonia, Darío III, Seleuco, Viriato, Pompeyo, Julio César, Jesucristo, Calígula o Godofredo de Frisia forman parte de este tan poco envidiado elenco.

No obstante, a pesar de tantos siglos de atentados y conspiraciones, el término “asesino” tiene su origen en el último milenio, durante el apogeo del Islam. En el contexto de un mundo dividido entre cristianos y musulmanes, estos últimos habían erigido un imperio religioso que se prolongaba desde la Meca hasta la península ibérica. Las ideas del profeta Mahoma se habían extendido abiertamente por los tres continentes del mundo conocido.

Sin embargo, como en todas las grandes ideologías, pensamientos y doctrinas, el Islam también sufría de disputas internas, escisiones y cismas. Ya en los albores de la religión ocurrió una importante ramificación de la ideología musulmana, creando grupos enemistados de chiítas y sunitas. Las causas fueron disputas sucesorias.

Estas lides entre partidarios de la misma religión se vio empeorada por divergencias en la propia doctrina chiíta, que se dividió entre imamíes e ismailíes. A su vez, del ismailismo brotaron otras corrientes independientes como la secta nizarí. En esta última vamos a centrarnos.

La fortaleza de Alamut

La fortaleza de Alamut

Durante el siglo XI, la hermandad nizarí, llamada Hashshashin por sus detractores, se granjeó la fama y el miedo de sus enemigos. El líder Hasan ibn Sabbah, consagrado con el título de “El Viejo de la Montaña”, consolidó dicha comunidad. Su principal fortaleza era Alamut, ubicada en un macizo montañoso al sur del mar Caspio. Era un paraje inexpugnable donde los nizaríes se reforzaron mientras sus enemigos vivían en el más íntimo miedo, en el pánico más visceral, en la inseguridad más hiriente.

Pero… ¿por qué este terror? ¿Cómo fueron sembradas las semillas del miedo? ¿Qué convertía a los nizaríes en la secta más peligrosa y aterradora de la región?

Si el lector ha sido atento, se habrá fijado en la curiosa etimología del sobrenombre de la secta nizarí: Hashshashin. Si obviamos el uso de las molestas haches y simplificamos esta palabra árabe, obtenemos la raíz “assasin”, de donde derivan nuestras palabras actuales de asesino, asesinato o asesinar.

Aunque existen diversas hipótesis acerca del significado y el origen de la palabra Hashshashin, la mayoría de las fuentes la traducen como “bebedores o consumidores de hashish”, siendo el hashish el cáñamo índico.

Es bastante probable que el líder de los nizaríes ponía a sus súbditos bajo la influencia del hachís, momento en el que estos disfrutaban de cualquier tipo de placer carnal. Este “paraíso” no duraba eternamente y cuando los nizaríes despertaban del letargo de la droga estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para poder regresar a ese preciado edén, a ese lujurioso cielo al que acudirían al término de sus vidas. De esta forma, el líder nizarí tenía a su disposición a decenas de hombres leales y preparados para consumar cualquier orden, sin valorar la posibilidad de morir.

La verdadera fama de la comunidad deriva de los asesinatos que cometieron. Estos atentados eran premeditados y estaban dirigidos contra los líderes políticos o religiosos de sus enemigos. Eran infalibles, mortíferos y osados. No tenían porque salvaguardar su propia vida: si conseguían cometer el asesinato, tendrían el paraíso asegurado. Morir durante el atentado era un mal menor.

Por todo esto, los nizaríes fueron una célula terrorista kamikaze que durante siglos acobardó a sus enemigos. Fueron capaces de derrocar gobiernos, asesinar ministros y acabar con líderes religiosos. Sabiendo que los nizaríes eran una comunidad minoritaria del ismailismo, a su vez minoritario del chiísmo y éste a su vez minoritario del Islam, se puede decir que no les faltó trabajo.

Tal fue la fama y la popularidad de la hermandad, que el término árabe “fumadores de hachís” ha desembocado en la palabra “asesino” de la cultura occidental moderna, vocablo que no sólo se utiliza en el castellano, si no también en otros muchos idiomas como el inglés, el francés o el italiano.

Iraultza Askerria

El lago camposanto

Eres un lago eterno de frescura.
Sin ahogarme en ti puedo naufragar.
Me llenas, me rodeas como un mar
templado; inmensa y plácida figura.

Me reflejo en tu líquida hermosura,
bálsamo rico, tú puedes curar
del monótono sentido de estar
buscando en esta vida la cordura.

Pero así es suficiente: loco, amante
de un lago sin final, lleno de vida
y que llena la mía con talante.

Lago eterno infinito que en ti quiero
morir, que no me importa si me olvida
el mundo mientras dentro tuyo muero.

Iraultza Askerria

A las llagas de la memoria

Yo, situado a unos metros del escenario, podía vislumbrar a los músicos y a la mayor parte del público: jóvenes rostros que sacudían la cabeza y el cuerpo con el alegre vaivén de la festividad cotidiana. Aquello parecía una reunión familiar, una íntima ceremonia, el casamiento entre la libertad y la noche que se habían amado durante siglos enteros, y que ahora se desposaban bajo un rocío de voces privilegiadas que cantaban al unísono.

Y entonces la vi.

Justo cuando terminó la canción, la vi.

Vi venir su imagen hacia mí como un huracán súbito e imparable, como el brazo irrefrenable de un maremoto, como la sacudida rabiosa de un catastrófico seísmo. Fui arrastrado a las llagas de la memoria, donde todo lo penetrante produce un profundo dolor en el espíritu y en el corazón, muy lejos del pasajero estremecimiento sentido apenas por la mente.

Extracto de Rayo de luna, de Iraultza Askerria

Desnudándose

Me dio la espalda.

Luego, se desprendió de la camiseta naranja.

Yo ni siquiera aparté los ojos…

Se desnudó… despacio, con soltura pero despacio, dejando la prenda sobre el escritorio y manteniendo el cuerpo erguido en toda su altura, señorial. Tenía el cabello recogido en una serie de bucles que descendían por detrás de sus hombros. Pude ver la espalda en toda su magnificencia. Se me reveló la piel de seda un deseo inextinguible que me arrancaba la respiración; el corazón ya había sido arrancado tiempo atrás. Era tan hermosa, tan perfecta… Su piel morena, sus hombros menudos, su cintura estrecha…

Extracto de Rayo de luna, de Iraultza Askerria