Aquella tarde salimos a correr. ¿Lo recuerdas? No hacía mucho calor, pero se estaba bien a tu lado. Incluso, me atrevería a decir que, salvo nosotros, el resto del mundo se estaba congelando en su frialdad. Así son los sentimientos, un verdadero amparo contra la temperatura.
Después de la tercera vuelta, te quitaste la sudadera y la ataste a tu cintura… ¡Cuánto deseaba yo atarme a ella! Emprendimos la marcha y después de la primera zancada no pude evitar atisbar tus pechos contonearse bajo la camiseta de color crema. Parecían las manzanas del Árbol del Conocimiento. Lujurioso pecado, tomar tus frutos y probarlos… ¡Qué apetitoso! ¡Cuánta lascivia recorría mis venas!
Al respecto, hice algún chiste jocoso y tú me atravesaste con la mirada. No era la primera vez ni sería la última. Tengo el defecto de decir siempre lo que pienso. Soy así. Hombres.
Sin mayor reparo, seguimos nuestra carrera alrededor del polideportivo. La pista estaba vacía. Nos acercábamos irremediablemente a las diez de la noche, hora en la que la gente normal se recogía en sus casas. Pero ni tú ni yo éramos prototipos corrientes. Seguimos al trote un buen rato, hasta que nos cansamos.
No sé cómo, pero me convenciste para que te acompañara a casa de tus abuelos. Extraño que dijera que sí. Aunque no puedo arrepentirme de la elección, porque fue un paseo dulce, ameno y agradable. Nos cruzamos con personajes embozados en chalecos negros, mujeres más llenas de arrugas que de piel, adolescentes acosados por cenicientas nubes de tabaco y atronadores coches que parecían haber brotado de la jungla. Pero ante tanta imperfección, tu belleza lo deslumbraba todo. Todo.
Al llegar al porche de la casa de tus abuelos, te detuviste frente al portal. Bajo la luz de las estrellas -llamemos estrellas a tus ojos, porque la contaminación lumínica nos impedía disfrutar de los astros celestes-, me miraste con una mezcla de sobresalto y necesidad. Te despediste con tu innata suavidad, deseosa de desaparecer.
Pero yo no lo hice. No pensaba hacerlo. No pensaba perder una oportunidad tan buena.
Te besé, furtivo. Como un ladrón que acomete a su tesoro. Rocé tus labios apenas un segundo y me supieron a polvo de estrellas. Ricos como un sueño de algodón. Tú temblaste, y no dijiste nada. Así que te volví a besar. Esta vez, te apartaste de mí, sobresaltada, y me dijiste:
—No ha sido buena idea.
Posteriormente, te escabulliste hacia la casa.
Yo sonreí, inmune al dolor. ¡Claro que había sido buena idea! Si no estuviera completamente seguro de que tarde o temprano te enamorarías de mí, no te habría besado. Es así de sencillo.
Y ahora que estás durmiendo entre mis brazos, comprendes que tenía razón.
¿Verdad?
Iraultza Askerria