La sirena

Black Mermaid / Sirena Negra - Jesus SolanaTomé sus ojos con los míos aquella noche de verano.

Recuerdo, como una imagen lejana pero profunda, que sus labios me respondieron sin que yo pudiera remediar el ataque. Me besaron con locura cuando y mientras mi razón intentaba explicarme qué estaba pasando. Sus manos se apoderaron de mi cuello y mi alma se aplastó bajo el liviano peso de su cuerpo de mujer. El mundo, en ese preciso instante, se me presentó como un arca henchida de fortuna.

La sirena me devoraba mientras la oscuridad se cernía tiernamente sobre mí, contagiándome de un sueño profundo. El sudor de mi cuerpo, espeso y escurridizo, me empapaba el pecho. Los pulmones que había en mi interior respiraban el aire insuflado por los besos de aquella mujer desconocida.

A lo lejos oía un susurro ajeno a mi fantasía: un murmullo que, vertiginoso, parecía sucederse en un plano paralelo. Los destellos de las estrellas bailaban rodeándome, apagándose de tanto en tanto, encendiéndose de cuando en cuando.

Al mismo tiempo, la sirena me devoraba, embriagándome con sus labios, sus manos y su cuerpo. Era tan satisfactorio que mis ojos estaban cegados por la felicidad.

Solo unos minutos después, cuando me sacaron, a trompicones, de la ambulancia, me percaté de que mi pecho estaba completamente ensangrentado y de que una mascarilla de oxígeno conectada a una bombona me suministraba el aire vital.

Mis ojos se cerraron entonces cuando el sonido de la sirena se apagó.

Iraultza Askerria

Almíbar

Naranja con Almibar de Txakoli y helado de nata - Javier Lastras

Almíbar. Así sabía tu boca. Aún sediento, tras haber bebido de tu cuerpo, me imaginaba saciándome en ti, que no contigo. Quizá ese sentimiento egoísta fue consecuencia de la ingente felicidad que me hiciste sentir, y que nunca quise compartir con nadie, ni siquiera contigo, por temor a perderla. Tal vez por eso, por mi individualismo, nunca supe complacerte ni dedicarte el tiempo que tú me dedicabas a mí. Eras buena, muy buena. Gracias a ello, tendrás un sitio en la historia y en los recuerdos de la gente, y una multitud de llantos acolcharán tu lecho fúnebre. Yo, posiblemente, solo tenga recuerdos y, a lo sumo, remordimientos. Nada más.

Iraultza Askerria

La puerta

Puertas abiertas - . SantiMB .

Abriste la puerta de tu corazón
a ese niño perdido durante años
por el mundo.
Parecías el arco iris que siempre surge
a través de la lluvia,
como recordando la pervivencia de la luz
entre la agotadora lluvia.
Me acunaste entre tus manos,
entre tus senos,
entre tus labios,
y yo lloré como el niño,
como un hombre viejo
enzarzado con el vino.
Oro en la copa de mi mirada.
Espada desnuda que se bastó con tu vaina.
Y creció y creció
el niño mayor.
Dentro de ti había espacio para los griegos,
para las flores,
las luces,
colores;
para mi, para exnovios,
para ti, para exnovias
y recuerdos
y lamentos
y carcajadas
de gloria,
y también alguna lágrima
que sabía a íntima victoria.
Abriste la puerta de tu corazón
a un desconocido,
a un mendigo
que deambulaba por rotondas y veredas
pidiendo limosna,
limosneando ternura.
Monedas guardaba en unos bolsillos plagados de agujeros.
Pero tú me enseñaste a coser.
Remedaste las heridas,
aquellas por las que hervía la misoginia.
Me hiciste hombre,
no como aquellas
que me hicieron niño,
que llenaron de sales los criterios,
de azúcar mis celos
para ver o esconder o dar
la falsedad
del tarro de miel.
Pero tú fuiste diferente…
Apareciste embutida en la noche,
ebria de una mano, de una palabra lejana,
remota, inhóspita, secreta, antigua.
Y suena el vocablo: abierto,
cierto,
muerto
por la lengua que representaba
pero bien vivo por la boca
que lo pronunciaba.
Así me abriste la puerta,
me hiciste hombre,
guiaste al niño desamparado
y fuiste la ola que arrastra el pasado
para humedecer la arena infeliz
con la caricia de una sirena.
Y cuando la ola se retiró
la puerta siguió abierta.

La princesa de Gades

Home - Juan Diego JiménezSara abrió entonces los ojos, y con ello, la costa gaditana se llenó de claridad. El sol fulguraba sobre aquella princesa, encamarada a lo alto del faro que alumbraba las caprichosas ondas del Atlántico. Su mirada de niña mimosa rivalizaba con la propia estrella solar. Eran unos ojos de noche estelífera, mucho más nítidos y profundos que la monumentalidad violenta del astro rey. Vida llena de vida.

La brisa marina le retozaba por la cara, creando tibios molinos en su cabello de ébano y agitando cada hebra en una profusión de destellos. El amanecer sonrosado simulando el pudor de sus mejillas virginales. ¿Había algo más bonito que aquel rostro asomado al fin del mundo? ¿Había algo más pleno e íntegro? ¿Más completo? ¿Más perfecto?

Cualquier hombre habría respondido con un no. Sara era la verdadera sirena de Gades, la gran perla de la Bética, la sensual bailarina que desafiaba a la mismísima Teletusa.

De hombros esbeltos y finísimo cuello. Estaba ataviada con un peplo escotado de albino color, y un cinturón que abrazaba su vientre de bizcocho dorado, como la cebada. Bajo los brazos desnudos, el vino fluctuaba trasportando dulzura y en las dársenas de sus dedos se cobijaba en tímidas palpitaciones.

¿Y en sus pechos? Allí brillaba una canción en aleluya, en la mayor, mástil inconmensurable de poesía. Ciertamente, aunque nadie en Gades lo supiera, Sara había recibido el don de Apolo. La décima musa. Sara era poetisa.

Había trascrito sus amores mirando al mar, a veces desde el Templo de Saturno, otras desde el foro, pero siempre con un pergamino y un cálamo, dejando a la imaginación desbordarse desde sus cuencas negras hasta la vastedad del cielo.

Frecuentemente, se despertaba en mitad de la oscuridad, recorría las calles adormecidas de Gades y trepaba por el faro del muelle. Desde la cima podía contemplar el crepúsculo en su máximo apogeo y escribir la belleza de las emociones. Tal y como había intentado hacer aquella mañana.

Pero en esta ocasión, no la habían conducido a lo alto de la torre marina ni sus ilusiones literarias ni su afán por contemplar la hermosura del universo. En vez de ello, gemebunda y llorosa, se había encamarado a la cresta del faro con la única intención de plañir. Desconsolada, perla de concha cerrada, henchida de heridas en el caparazón, cubierta de sal y desabrigada en una playa inhóspita.

La princesa moría de amor.

Aquel joven apuesto y franco, de cabellos rubios y acento íbero, había sido mandado a luchar a las Galias, bajo las órdenes de un general conocido por su temeridad. Cuando la noche anterior se habían despedido con un beso de fuego y nada más, Sara supo que nunca más volvería a verlo.

Ahora, con el joven exiliado a mil kilómetros, su corazón le llamaba a voces y la poesía de su alma brotaba a raudales por los poros de la piel, quemando e irritando las emociones. ¿Valía la pena escribir palabras de dolor, versos atribulados, lírica atormentada? ¿Valía algo la pena cuando el amor se perdía? ¿Y la vida, que era la vida sin un amante, sin una mano suave, sin un abrazo férreo más que pena?

La vida no era nada; y la poesía menos aún.

La princesa de Gades, carcomida por el tormento, no podía ver más allá su romance; y por eso, mientras miraba la luz del amanecer rojo y dejaba que su cuerpo cayera al vacío, no cesó de pensar en él.

Iraultza Askerria

Soneto al sol mayor

Tardezita - Eduardo Amorim

Inmenso corazón que viste el cielo,
lanzando por doquier luciente rayo;
consigues puntüal que cante el gallo,
consigues que un caudal mane del hielo.
Redonda inmensidad, brillante anhelo,
deseo ovacionar tu luz de mayo,
cantar por tu honradez, ser tu lacayo;
teñirme de color dorado el pelo.
Hacerme digno ser de tu fulgor;
servirte al despertar el dulce albor;
las noches descansar bajo tu brazo.
Quisiera ser de ti una parte viva
Quisiera yo vivir contigo arriba.
Quisiera ser el sol de tu regazo.

Breve tragicomedia sobre una muerte

Tengo miedo - Historias Visuales

Yo
Oigo algo tras la puerta…
Un afilado sonido
como oxidado alarido.
¿Habrá esta noche reyerta?

Muerte
¡No te asustes, desalmado!

Yo
¡Por mi alma que me asusto!
¿Quién va?

Muerte
La Muerte, con gusto.

Yo
¡Ay, Dios! Mi fin ha llegado.

Muerte
¡Calla! En nombre de Dios.

Yo
¡Ay, señor! No os teme él.

Muerte
Para nada. Si fue aquel
quien mando cortarte en dos.

Yo
¿Mas por qué? Yo nada he hecho.

Muerte
¡No lo sé! ¿Qué más decir?
Se lo podrás tú inquirir.

Yo
¿Sí?

Muerte
¡En el cielo!

Yo
¡Qué despecho!

Muerte
No te quejes que por menos
otros mueren sin quejarse;
y a quienes deben matarse
aún siendo los mas buenos.

Yo
¡Infeliz! Ver tu guadaña
ya me deja sin aliento.

Muerte
Y en breve el pensamiento.

Yo
¡Cruel!

Muerte
¿Acaso te extraña?

Yo
Para nada.

Muerte
Anda vamos…
Que muy tarde ya llegamos…

Iraultza Askerria

La manzana envenenada y el tonto enamorado

Manzana Roja - Christian Ramiro González VerónTonto, tonto, tonto. Manzana envenenada, me dijiste que eras pura y virginal y yo creí tontamente tu mentira. Tonto yo que te mordí creyéndote inmaculada, tonto yo que te probé pensando que eras la plena naturaleza. Atontado por unos labios rojos, tonteé con hacer zumo tu verdor, y beber los fluidos de tu jugo íntimo.

Y no cesé en la tontería de amar tu corazón rojo, mientras tú tonteabas con cítricos y sales, haciendo de mi tonto amor un tonto peligro. Así descompuesto, demente y tan tonto como enamorado, fallecí después de probar tu piel venenosa.

Iraultza Askerria

Te quiero cerca

written in the stars • escrito en las estrellas - jesuscm
Quiero pensar que estás cerca
cuando llega la mañana
y despierto, solo y triste,
en mi solitaria cama.
Quiero creer, que aunque lejos,
en lo más hondo de tu alma
sientes el mismo pesar
que yo, al despuntar el alba.
Quiero sentirte aquí mismo
desnuda bajo las sábanas,
tan silenciosa y dormida
como a mi cuerpo abrazada.
Quiero creer que en los sueños
podré acariciar tu cara,
como un suave pergamino
sobre el que escribir palabras.
Quiero sentir tus caricias
y beber de tu mirada.
Quiero pensar que en el fondo,
en el fondo, tú me amas.

Iraultza Askerria

Las musas ardientes

Foc de Sant Joan - . SantiMB .
Era todo tan sensual que muy pronto me dejé avasallar por la confianza que me ofrecía aquel placer.

En el techo, las luces caían heterogéneamente sin seguir un curso definido, iluminando aquella o esta esquina, pero nunca todas. El salón, aterciopelado en tapices y frondosas alfombras, recibía los luminosos besos entre sus hilos rojizos como bocas de seda que todo lo tragan.
Seguí desorientado en el gozo interior, con la voluntad extasiada. Me deslizaba bajo la luz del salón y sobre las alfombras rojas como un deportista de patinaje artístico. Medalla de oro.

A mi alrededor, ardientes bailarinas rodeaban mis ebrios paseos, ciñéndome con sus extremidades abiertas. Sentía su húmedo aliento pegado a mi rostro encantado, y labios femeninos fundirse en el aire de mis latidos aquí y allá. Ellas danzaban a mi alrededor como musas insaciables, buscando en mi alma los resquicios por donde excitar mi inspiración.

La temperatura aumentaba por momentos y los gemidos femeninos pronto se transformaron en cálido vapor. El vaho fundía mis sudorosas ropas con el descaro, y pronto, muy pronto, me vi desnudo ante aquellas musas ardientes.

Alrededor de mis sentidos embrujados, todo el salón era de un rojo volcán donde hembras de arena zarandeaban su tibia hermosura. No había más color que el del fuego en aquellos cuerpitos infernales que quemaban por dentro. Y cuánto me gustaba, ¡ay, cuánto me gustaba!

El olor almizclado de sus senos comenzaba a enloquecerme. Las magdalenas se abatían sobre mis labios como frutos tropicales. Era demasiada exquisitez para un mortal como yo. Pero invocar a Apolo tenía sus consecuencias, y es que las musas no cesarían hasta dejarme seco.

Me tumbaron sobre las alfombras rojas. Mientras una tañía el vello de mi cuerpo exhalando canciones, otra se acuclillaba muy cerca de mi labio para narrarme amores. A un lado, otra musa me comentaba la historia de cómo había perdido la virginidad. Una cuarta bronceaba mi piel mientras pronunciaba un salmo caritativo y otra lloraba sobre mi pecho por el placer de verme tan feliz. Mientras la sexta aún persistía en sus eróticos bailes sobre mi mirada, otra musa me hacía reír con sus sugerencias. La penúltima se había arrodillado detrás de mí y exhibía ante mis ojos la universalidad de los pendientes astrales. Y la última, la última de las musas me estaba demostrando que era la flautista más encomiable de las nueve.

La inspiración adquiría esbozos de agonía, con aquellas nueve musas disputándose el trofeo de mi virilidad. Los tapices y las alfombras parecían lava sólida. La luz había tomado los impulsos de una llamarada. La temperatura aumentaba y aumentaba, al igual que el sudor de diez cuerpos desnudos vibrando entre gemidos de placer.

Solo cuando llegué a la culminación, pude sentir el dolor. Mis nueve musas se deslizaron como ceniza entre mis manos, cayendo como cera sobre mi piel. Se habían calcinado a merced de la inspiración ardiente, al igual que la seda roja del salón, ahora transformada en una ingente llamarada, aniquiladora de las eróticas musas de mi imaginación.

Ahora, me tocaba a mí rendir homenaje a la condena.

Pronto las llamas me consumieron.

Iraultza Askerria