Escribo a ratos, cuando el vacío de tu ausencia me recorre por dentro, matándome.
Escribo a ratos, ante el agónico fracaso de ver morir mis ilusiones bajo un trozo de cristal.
Ene312017
Escribo a ratos, cuando el vacío de tu ausencia me recorre por dentro, matándome.
Escribo a ratos, ante el agónico fracaso de ver morir mis ilusiones bajo un trozo de cristal.
Ene262017
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Ene242017
Él la contemplaba con la mirada pensativa.
Recordó la historia de pasión y sinceridad que habían vivido durante la madrugada. Ahora no quedaba más que la memoria nostálgica e imborrable de una pasada época.
Pero la vida era así.
Tomó su ropa y se vistió bajo las caricias de la mañana. Antes de abandonar la alcoba, la miró una vez más; por última vez. Sabía que nunca volvería a verla.
Jamás, nunca más.
Pero juró, sobre la vida y la muerte, que nunca dejaría de amarla.
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Ene192017
¿A quién no le ha ocurrido? Esa desgana, ese bloqueo emocional, esa musa desconocida que desaparece de la vida durante días, semanas, incluso meses. El escritor se pone a trabajar y la inspiración no llega; las palabras parecen sucias pegatinas sin un párrafo al que adherirse. ¿Qué hacer en esos momentos? ¿Qué hacer cuando no hay inspiración?
Lo mejor es ir a buscarla: levántate de la silla, coge un cuaderno y acompáñame. Te mostraré varios lugares durante las musas abundan.
Sea cual sea la situación geográfica y los gustos de cada uno, reencontrarse con la naturaleza es reencontrarse con el interior de uno mismo, con el alma más primigenia del ser humano. La naturaleza nos permite observar tanto interna como externamente de qué esta compuesto el mundo y nosotros mismos. El entorno natural nos permite citarnos con la divinidad, con el todo y la nada, con lo grande y lo pequeño, con la musa verde y dorada, con la lágrima y la sal.
En los parajes naturales las ideas fluyen como el agua y no es difícil encontrar nuevas promesas literarias.
En un andén de la estación, en la cristalera de la parada de un autobús, en las cafeterías del aeropuerto donde la familia toma su último café. Lugares de encuentro entre amigos y comerciales, familiares y amantes; lugares donde abundan los abrazos y las lágrimas. Las historias en los aeropuertos, andenes y estaciones abundan tanto como las personas que los recorren. Cada uno es un tesoro que llama a las puertas de nuestra imaginación despertando a las musas dormidas.
No hay que dejar escapar el momento benigno para contar una historia mientras esperamos al transporte de turno.
Un refresco o un café. Lo que desees. Pero vete solo a ese bar, taberna, pub, establecimiento, cafetería, etc. Sin más compañía que un cuaderno y un bolígrafo. Observa a los camareros, los clientes, los proveedores, la máquina expendedora de tabaco, la barra, los muebles, la música, la televisión, el brillo de los licores, el aroma de los zumos. Cada sensación te contará una historia sin que te percates de ello.
Pinturas, esculturas, colecciones arqueológicas, un paseo por la etnología de un pueblo. Hay miles de museos, cada uno con sus secretos, con sus joyas expuestas en vitrinas o paredes. En estas entidades culturales, el arte abunda y, consecuentemente, la inspiración se recrea invariable y constante. Pocos momentos habrá, tan culminantes en el arte, como intentar desentrañar lo que otros artistas han querido decir. Igualmente, pocas sensaciones tan plenas habrá como lograr entender la historia, el relieve, la tecnología o la cultura de una comunidad.
Rodéate de libros, letras, palabras, cultura. Proponte un juego: abre un diccionario o una enciclopedia o novela aleatoria y busca una palabra cualquiera. Luego recorre la biblioteca por todos sus pisos y cuartos; tendrás que encontrar esa misma palabra en el título de alguna publicación. ¿Lo encontrarás? Y si lo haces, ¿qué encontrarás? La biblioteca es el lugar con la mayor concentración de inspiración y literatura; perderse en la misma obliga a perderse entre obras y musas. Que alguna de ellas nos hable, sólo es cuestión de tiempo.
La música amansa a las fieras y excita la inspiración. Las musas de Apolo fueron artistas de las canciones, la armonía, la poesía, etc. No olvides rodearte de jazz, rock, rap, country, reggae, rumba, flamenco, pop, salsa… Cada ritmo guarda un pequeño microrrelato. Rodéate de instrumentistas y de fans y siente la vehemencia de la música latiendo en tu corazón al mismo ritmo que la percusión.
Las melodías del mundo son palabras en forma de aire y espíritu. Escúchalas y transcribe sus voces.
Estos son los últimos dos consejos y, posiblemente, los mejores, que resumen invariablemente lo que pienso sobre la inspiración. Hay que escribir todos los días, sean 100 o 1000 palabras, sea prosa o poesía, pero escribir algo todos los días. Además de visitar playas, montañas, estaciones, bares, museos, bibliotecas y salas de música, también hay que adentrarse en otros lugares, conociendo gente nueva y sumergiéndose en nuevos mundos.
El escritor vive de su escritura y de la experiencia. La novedad incita la inspiración. La monotonía mata la inspiración. Corre, vuela y háblale al mundo.
El mundo te contará sus historias.
Ene172017
Porque en el fondo de su alma sabía, a ciencia cierta, que aquello iba a ocurrir. La verdad no podía ocultarse eternamente y cuando fuese desvelada, el vengador acudiría a su hogar para matarlo. Lo supo desde la noche en la que cometió el delito, un delito de traición e infidelidad, sin sangre, pero un delito al fin y al cabo. El crimen, aunque hubiese acontecido bajo el influjo del alcohol y dentro de la esfera de sus amistades, no dejaba de ser un crimen.
Se sentó en el sillón y dejó la puerta de casa abierta. No podía cambiar el destino; la suerte estaba echada y las cartas a la vista de todos, incluso de Dios. Por ello, resultaba inútil pretender cambiar los designios del hado.
Esperó, con los ojos clavados en la entrada del salón, a que su mejor amigo llegara. No tardó mucho. Siempre había sido puntual.
Cuando ambos se vieron, ni el traidor ni el inocente dijeron nada. Ni siquiera se escucharon palabras de súplica o un gesto de perdón. Nada, ni preguntas ni respuestas. Tampoco un grito cuando su amigo le perforó la lujuriosa carne una y otra vez con un cuchillo de cocina.
Murió en un completo silencio ante los ojos rojos del que había sido su mejor amigo, quien ahora observaba el cadáver acumulando en un mismo sentimiento el odio y los celos que sentía hacia él, y el amor y el deseo que sentía hacia ella: una hermosa jovencita que en aquellos instantes se encontraba en el Caribe, entre los brazos de un esbelto mulato. Nunca volvería a recuperarlos; ni a ella, que fue la chica que le habían robado; ni a él, que fue su mejor y peor amigo…
En ese momento, oí la alarma del reloj. Y desperté.
Hubiese preferido no hacerlo.
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Ene32017
La noche estaba cubierta por una fina neblina.
Un hombre fumaba un cigarrillo apoyado contra una farola. Su rostro estaba oscurecido por un sombrero. Unas frondosas patillas le cubrían verticalmente la cara, surgiendo como una plaga en aquella silueta tenebrosa. Vestía un esmoquin negro a juego con el sombrero y unos zapatos de charol, como los de un bailarín de claqué.
Tras una última calada, el desconocido tiró el cigarrillo al suelo. Lo aplastó con un largo bastón que aferraba con habilidad en la mano izquierda. Era de un metal negro, cuajado de estrías, con la cabeza engalanada por una esfera de oro. En la misma se habían engarzado dos pequeños diamantes, como ojos. La parte inferior del báculo quedaba rematada en una doble punta de acero. A pesar de su extravagancia, aquel artilugio era toda una obra de arte y misterio.
El desconocido se enderezó y comenzó a caminar por la calle desierta. A cada paso que daba, se ayudaba del bastón negro, aunque ciertamente no parecía necesitarlo: su figura lucía un cuerpo atlético y saludable. Aun así, el bastón semejaba su tercera pierna, un objeto prácticamente unido a su cuerpo mortal.
Las dos puntas del báculo repiqueteaban sobre las baldosas de la acera, penetrándolas en lo más profundo de sus resquicios, casi con un ímpetu sádico. El desconocido movía el bastón como una extensión de su mano, como una prolongación de su alma y corazón. En ningún momento lo soltaba, agarrándolo justo por debajo de la cabeza dorada.
Al final de la calle, apareció el continente de una joven mujer. Caminaba cabizbaja y en silencio, embutida en un abrigo de piel y con las manos incrustadas en los bolsillos. No se había percatado del desconocido, pero este, al igual que los ojos diamantinos de su bastón, la habían descubierto entre la plena oscuridad.
Cuando ella pasó junto a él, el hombre extendió el báculo horizontalmente. La mujer se vio obligada a detenerse para no chocar contra el objeto. La joven levantó la mirada al instante, tan sorprendida como asustada. Pero los ojos del desconocido no lanzaban ninguna amenaza, solo una inexplicable fortaleza de control y serenidad.
—No me mires a mí —indicó el desconocido—. Míralo a él…
El hombre alzó la vara hasta colocarla frente al rostro de la mujer. La cabeza del bastón con sus diamantes engarzados, atrapó la conciencia de la chica casi al instante, como un hechizo. Ella quedó cautivada por aquel resplandor diamantino. Sus pupilas se habían dilatado hasta cubrir toda la esclerótica.
—Ahora síguenos —pidió el desconocido.
Comenzó a andar por la calle y la muchacha lo siguió.
La noche era fría y tal vez por eso el hombre se desvistió la chaqueta negra para colocarla suavemente sobre la espalda de la joven.
—No conviene que te enfríes —añadió él—. El calor es vital.
Ella no contestó y no dijo nada en el resto del trayecto. Se dio cuenta, aterrada, de que era incapaz de hablar. De repente se había quedado muda. Cualquier persona hubiese querido escapar de la presencia de aquel extraño, pero la muchacha era incapaz de separarse de su porte sobrenatural, tan misterioso como lo eterno. Además, estaba ese bastón, hipnotizador. Sin recapacitarlo mucho, se abrazó a su cuerpo.
Él la rodeó por la cintura.
—Tranquila, ya estamos llegando.
Atravesaron las veredas de un amplio parque, siempre bajo el ritmo parsimonioso que marcaba el bastón. Alcanzaron luego un terreno amurallado y flanqueado por varias filas de abetos. En el interior de la cerca, se erigía un palacio de fachada blanca, con balcones barrocos y una enorme cúpula como techumbre. Todas las ventanas brillaban con un color rojizo, similar al de los diamantinos ojos del bastón.
—Estamos en casa —informó el hombre—. Sujeta un momento.
Entregó a la muchacha el bastón mientras él buscaba las llaves en el bolsillo. La joven, al tomar el objeto, lo sintió liviano, cálido y suave, como un suspiro de amor, como un juguete delicioso. Sorprendida por ello intentó identificar el material estriado que lo componía, pero entonces el hombre se lo arrebató violentamente.
La puerta estaba abierta.
—Pasa.
La muchacha asintió, pero antes de traspasar el umbral, el hombre la cogió de la mano. La chica soltó un respingo entonces, horrorizada. Su piel estaba fría y áspera como el hierro, acaso muerta. No obstante, no pudo pensar mucho en ello ni tampoco escapar de la influencia de aquel desconocido. Del interior del palacio, surgían unas voces femeninas, agónicas y atormentadas. Parecían hienas con voz de mujer muriéndose de hambre. El hombre irrumpió en el edificio arrastrando con fuerza a la muchacha.
Al entrar, la joven se encontró con una decoración pomposa donde predominaban tapices y alfombras de color rojo e incrustaciones de rubí en el techo y los muros. El vestíbulo estaba adornado con varios muebles de madera de pino. No había puertas, aunque sí pasillos que conducían a una u otra habitación. En el centro, una amplia escalinata acolchada en seda carmín ascendía a los restantes pisos.
En uno de los escalones había dos mujeres gimiendo enloquecidas. Cuando vieron entrar al hombre, se lanzaron rápidamente hacia él. De un salto, alargaron la mano hacia el bastón como si les fuera la vida en ello.
—¡Basta! —exclamó él, visiblemente enfurecido.
Azotó con la vara a una de ellas, que protestó con un gemido. La otra, prudente, se alejó arrastrándose por el vestíbulo.
—Reunid a las otras en el salón principal —ordenó a las dos mujeres que desaparecieron poco después por las escaleras. Después se volvió hacia su nueva inquilina—. Sígueme.
La muchacha estaba petrificada por el pánico, pero nada podía hacer salvo mirar con ojos espantados lo que ocurría a su alrededor. El anfitrión la tomó del codo y la ayudó a ascender la larga escalinata.
Cuanto más subían, más voces femeninas llegaban a los oídos de la joven. Algunas sonaban alarmadas; otras, visiblemente excitadas. No emitían ninguna palabra ininteligible. Parecían meros susurros, súplicas o clamores de euforia. Resultaba casi exasperante.
El hombre se detuvo en el rellano, alzó el bastón en lo alto y lo dejó caer terriblemente sobre el suelo. Al instante, las voces femíneas se apagaron por completo.
Después, condujo a la muchacha a un amplio salón adornado con sofás, sillas tapizadas y una vasta cama acolchada de rojo. En la estancia había al menos una docena de mujeres de edades diversas y fisonomías dispares. Las había rubias, pelirrojas y morenas; ataviadas con vaporosos vestidos de volantes o con cómodos pijamas de algodón. Pero todas ellas compartían un mismo sentimiento fanático. Cuando vieron entrar al hombre, bajaron la mirada hacia el bastón y gritaron hechizadas por su presencia.
—¡Desnudaos! —ordenó el anfitrión.
Nadie osó desobedecer la orden.
Seguidamente, condujo a la muchacha al interior del salón, directamente hacia la cama ubicada en el centro de la estancia. Se tumbó en la colcha cuan largo era, se quitó el sombrero y arrastró consigo a la muchacha. Esta cayó a su lado, entre él y el bastón. No pudo evitar contemplar directamente los ojos diamantinos de aquel báculo.
—Bien —dijo el hombre—. Ahora vas a desnudarme. Empieza por arriba.
Ella asintió sin alejar la mirada del bastón. Vio como el hombre lo arrojaba lejos, casi con desprecio. El objeto cayó entre aquella muchedumbre de mujeres desequilibradas, que comenzaron a disputarse la reliquia entre amenazas y arañazos. Pero al final, todas quedaron satisfechas al poder tocar el bastón, aunque fuera durante unos pocos segundos. Entre gemidos y chillidos desconsolados, comenzaron a desnudarse.
La muchacha no olvidó la orden que el anfitrión le había dado. Pasó los dedos entre los resquicios de su camisa, mientras la desabotonaba. Se percató de que el hombre tenía los ojos cerrados y respiraba entrecortadamente, disfrutando del contacto femenino. La joven le despojó de la prenda un instante después y quedó revelado un busto pálido como la luna, sin un ápice de vello capilar y con los músculos definidos y fuertes como una lámina de acero.
—Bien, ahora sigue con los zapatos. Luego el pantalón —exigió el hombre, alternando las palabras con leves suspiros de deleite. Estaba extasiado—. Después, termina el trabajo.
La joven movió la cabeza de arriba abajo, aprobadora. Se giró para enfrentarse al nuevo quehacer y tropezó con una imagen que no esperaba.
En un lado del salón, las mujeres yacían desparramadas en el suelo, sobre el cúmulo de ropa que anteriormente las había ataviado. Estaban completamente desnudas, exhibiendo sin tapujos la piel bronceada o marmórea, los brazos esbeltos o lánguidos, los pechos firmes o descomunales. Habían formado un círculo alrededor del bastón, y una de ellas se había embutido la cabeza dorada entre las ingles, mientras otra introducía y extraía de la vagina de la compañera aquel preciado objeto, siempre con movimientos delicados y rítmicos. Las demás estaban arrodilladas ante la larga vara, cubriéndola de besos o caricias, al tiempo que se masturbaban solas o con la mano amiga.
Entre tanto, la muchacha no había desestimado la tarea que le había sido encomendada. Sin dejar de contemplar la orgía de las mujeres y escuchando los jadeos de su señor, le despojó del calzado y de los pantalones. Sólo le quedaba una última prenda, antes de poder alzar entre sus manos el trofeo final.
Al volverse hacia el hombre y arrancarle la ropa interior con un agresivo movimiento, se quedó petrificada.
No tenía pene.
Al comprenderlo todo, la muchacha enloqueció con un estruendoso alarido de furia. Saltó de la cama y se lanzó sobre las demás mujeres delirantes.
Sólo cuando pudo tocar el bastón con un triunfal jadeo, se sintió complacida.