Mientras escribo

Al final de mis aventuras bebía cada noche una caja de latas de medio litro, y tengo una novela, Cujo, que apenas recuerdo haber escrito.

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Corría el año 2000 cuando Stephen King publicaba en ensayo mezcla de manual narrativo y autobiografía. En esta obra, el autor estadounidense desvelaba los quebraderos de cabeza de sus inicios como escritor, haciendo alarde, sin embargo, de un íntegro compromiso con la literatura.

Además, lejos de convertirse en unas memorias egocéntricas sobre la vida del autor, Mientras escribo es también un manual de instrucción para los escritores noveles. Aportando ideas llenas de sabiduría y recopilando un pequeño tutorial, Stephen King hace a la vez de narrador oral y simpático profesor.

Ahora ya sé qué significa estar borracho: una vaga sensación de buena voluntad, otra más nítida de tener casi toda la conciencia fuera del cuerpo, flotando encima como una cámara en una película de ciencia ficción y filmándolo todo, y por último el mareo, el vómito y el dolor de cabeza. No, me digo que esa gripe no volveré a cogerla, ni en este viaje ni nunca. Es suficiente una vez, sólo para averiguar de qué se trata. Repetir el experimento sería de imbéciles, y dedicar una parte de la vida a beber, de locos, locos masoquistas.

El libro bien puede dividirse en dos mitades, con la primera dedicada a las experiencias del autor y la segunda más orientada a una guía de iniciación a la escritura. En esta segunda sección voy a centrarme, citando el texto de Mientras escribo en un intento de resumir los consejos que en él podemos encontrar.

A veces se tiene la sensación de estar acumulando mierda, y al final sale algo bueno.

Ciertamente, un escritor sólo publica un porcentaje irrisorio de cuanto escribe. Decenas de poemas, relatos, cuentos, ensayos y novelas se quedan en el trastero de la cabeza, a veces con una forma vaga e indeterminada y otras con una configuración total.

Al igual que la vida, la mente del escritor cambia y evoluciona constantemente. Lo que uno escribió hace años puede quedar oculto para siempre. Otras veces, entre todos los papeles amontonados en el contenedor de la locura, se encuentra una obra maestra, un escrito que merece la pena. ¿Quién no ha hallado alguna vez un texto digno en ese cajón donde se amontonan papeles sin memoria?

Poner al vocabulario de tiros largos, buscando palabras complicadas por vergüenza de usar las normales, es de lo peor que se le puede hacer al estilo. Es como ponerle un vestido de noche a un animal doméstico.

Sobre todo el escritor nobel, debe dosificar el uso de cultismos, palabras desconocidas para la mayoría o complejas formas subordinadas. La lectura ha de ser sencilla; nadie leerá un manuscrito si eso supone un insufrible dolor de cabeza. Alejarse de las cursilerías, de los adjetivos ornamentales, de los trucos ostentosos y la pomposidad extrema es lo mejor que podemos hacer al escribir. Lo bueno si breve, dos veces bueno, y si sencillo, aún mejor.

La mejor manera de atribuir diálogos es «dijo».

Informó, manifestó, contestó, respondió, habló, interpeló… son posibles sinónimos del archiconocido “dijo” que abunda en cualquier texto de narrativa. Stephen King defiende el uso de este verbo y ciertamente, no hay palabra más indicada para la introducción de diálogos. Sin embargo, si bien “dijo” debería ser el término más utilizado, no debería ser el único. En la variedad se encuentra la verdadera belleza, y “dijo” no arrastra la misma emoción que otros verbos como “exclamó”, “gritó” o “suplicó”.

Si quieres ser escritor, lo primero es hacer dos cosas: leer mucho y escribir mucho. No conozco ninguna manera de saltárselas. No he visto ningún atajo.

Y no lo hay.

Tradicionalmente las musas eran mujeres, pero el mío es varón. Habrá que acostumbrarse.

Cuanto menos curiosa esta relación del autor con la inspiración. Si bien la mayoría de los mortales, quizá por cierta debilidad por el clasicismo griego, juega y crea con una o varias musas; Stephen King, por su parte, se deja agasajar por el “muso”, su musa masculina.

La mayoría de la gente se acuerda de cuándo perdió la virginidad, y la mayoría de los escritores se acuerdan del primer libro cuya lectura acabaron pensando: yo esto podría superarlo.

En este último punto, admito que los escritores somos unos engreídos, condenados a delirar en los textos que escribimos creyéndolos mejor que lo escrito anteriormente. Es el orgullo del artista, su mayor maldición.

Efectivamente, me vienen a la mente algunos libros cuya lectura me reveló que yo mismo podía haberlos escritos peor, aunque posiblemente me equivocaba. En cualquier caso, saber mejorar las obras de otros es una gran virtud que supone un conocimiento considerable del lenguaje y la escritura.

Leyendo prosa mala es como se aprende de manera más clara a evitar ciertas cosas.

No podría estar más de acuerdo. No hay que centrase exclusivamente en la lectura de obras maestras. También es necesario e interesante leer novelas mediocres de autores sin renombre.

¿Por qué? Alguno puede pensar que es una pérdida de tiempo. Lo cierto es que cualquier libro esconde cierta sabiduría, por escasa que sea. Además, la mala literatura exhibe errores garrafales. Aquel escritor que aprenda a reconocerlos evitará cometerlos en su prosa. Leer lo malo para no reproducirlo. Leer lo bueno para imitarlo.

Si no te diviertes no sirve de nada. Vale más dedicarse a otra cosa donde puedan ser mayores las reservas de talento, y más elevado el cociente de diversión.

Debido a la extensión del artículo, aquí cierro este pequeño análisis que continuaré el próximo domingo. Espero que la lectura haya servido para conocer algunas de las reglas de la escritura, así como la opinión que los escritores consagrados tienen sobre las mismas.

Independientemente de que nos gusten los relatos de Stephen King, se trata de un autor magistral con una creatividad terrible. Novelas tiene muchas y estoy seguro de que muchos de vosotros habéis leído alguna… ¿me equivoco?