Nos entregamos un beso largo, ardiente como el sol, de infinita existencia. Sus rizos pintaban caricias sobre mi rostro, suavizando mi piel con su seda, como un algodón de brillante pureza que propagaba su tersura, su finura. Sus complacientes labios, una acuosa ambrosía, me atravesaban a voluntad, hiriéndome muy dentro mientras yo procuraba defenderme con la pericia de las mismas estocadas, pero sus quites y envites me desarmaban, me hacían enloquecer. Ni siquiera el escudo de mi hermética boca podía resistir sus acometidas.Cerré mis húmedos labios contra los suyos, atenuando el beso de fuego que nos había unido, pero ella terminó por romperlo.
Se despidió con el roce de sus labios y se desligaron sus dedos de los míos antes de que su cuerpo traspasase la entrada de la soledad.
Cuando me percaté, me hallaba solo, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo. Sobre mí cabeza, se alternaban amenazadores el cielo y el infierno, dudosos de cuál debía caer primero.
Extracto de Rayo de luna, de Iraultza Askerria