El cuello largo y delgado, como el de un cisne, y suavemente tallado por la mano del Arquitecto, me azotaba la cabeza plasmando imágenes inolvidables. Durante las clases de matemáticas, de filosofía, de biología, de física y química, de historia, de literatura, de lengua castellana, de inglés y del antediluviano euskera, había observado el cuello de la muchacha bajo los destellos de la luz del aula desprendidos por sus tirabuzones; había soñado con tentar sus delicadas curvas que se abrían en delgados y frágiles brazos de porcelana, cuyas manos menudas y esbeltas acogían un carácter laborioso y vivaz; había anhelado besar sus labios de oculto nácar enmarcados en un rúbeo cuadro de melódico contenido; había amado una ilusión, una huella de la memoria, un sueño de cadenas apretadas en el infierno, un gas imponderable de inviable respiración.
Un vano fantasma de niebla y luz, como diría Bécquer.