Al tiempo que el muchacho deambulaba junto a la orilla de la playa, evocó, tan tangiblemente que volvió a sentir los latidos en su pecho, aquellas caricias y aquellos besos que le arrancaron el alma y el corazón. Durante aquellas noches del estío en las cuales vagaron solos por la arena, fue el chico más feliz del tiempo, no sólo de la historia; y la playa el más sublime paraíso que Dios nunca hubiese podido crear, como tampoco pudo crear una mujer tan perfecta. Ella fue una diosa, reina de las olas, musa de la arena, trompeta de fragante aroma.
La había amado apasionadamente y con la sinceridad de unos votos de eternas promesas, nunca quebrantadas. Había soñado despierto durante aquellas noches, abrazado a su cuerpo, hermanado a sus labios. La había amado y había sido correspondido. Había sido feliz.
Pero ahora… El presente devoraba su dicha y lo suplía de pesar y tormento, crudas razones del averno que en el mundo terrenal tomaban aspecto de gritos y lamentos, de lágrimas sin aliento. Las heridas de su corazón seguían sangrando como al principio, manchando la saliva de sus labios jóvenes y arrebatándole la gracia de su juventud, la lozanía y el vigor de su espíritu mozo, todo por lo que merecía la pena vivir.
Ella había muerto.
Extracto de Rayo de luna, de Iraultza Askerria
May282013