Gramática ministerial del siglo XXI

Se ha formado un pequeño revuelo en torno a una carta remitida por el Ministerio de Cultura. En la misiva, se ensalza la literatura, recordando que hoy se celebra el Día Internacional del Libro. La polémica ha sido suscitada por las incontables faltas ortográficas y gramaticales que abundan en la carta. Algo inaceptable tratándose de José Ignacio Wert, Ministro de Educación, Cultura y Deporte.

Lo cierto es que después de revisar la correspondencia, cuya lectura se vuelve especialmente trabada del segundo al cuarto párrafo, no comprendo como se han podido pasar por alto estas sobresalientes incongruencias. Teniendo en cuenta la eficacia de los correctores ortográficos de las suites ofimáticas y de que todo hispanohablante sabe que se escribe en mayúscula toda letra que sigue a un punto, no me entra en la cabeza que algo así haya podido suceder. Por tanto, no me queda más alternativa que suponer, deducir y conspirar:

Doy por hecho que la carta no ha sido escrita por el ministro y que posiblemente ni siquiera la haya leído en profundidad; de lo contrario, no tendría sentido que hubiese permitido su publicación. También afirmo que ningún escrito puede relatarse sin cometer ningún error gramatical de primera mano -la perfección, si existe, pertenece a Dios-. Así que sólo se me ocurren dos cosas. Uno: la carta ha sido escrita apresuradamente sin ayuda de correctores ortográficos o revisiones exhaustivas. Dos: se han omitido las rectificaciones voluntariamente para incentivar el morbo, la polémica y desviar la atención ciudadana de cuestiones importantes.

En cualquier caso, no acepto de ningún modo las críticas tan acerbas que se han venido realizando alrededor de esta noticia. Al menos, no de un modo tan desmesurado y destructivamente ofensivo. Sobre todo por parte de los internautas ¿Por qué? Porque los propios usuarios son los primeros en desacreditar su expresión escrita, tal y como nos demuestran los mensajes del Twitter, del Facebook y de cualquier SMS. La escritura del siglo XXI es lamentable. Ni más ni menos.

Muchos me argumentarán que primero debe aprender el Ministro de Cultura a escribir bien; luego, ya lo harán ellos. Yo digo que ojalá los jóvenes de este país escribiesen la mitad de bien de lo bien que está escrita la famosa carta.

Quien quiera defender su analfabetismo enorgulleciéndose de los errores de la declaración de Wert, que lo haga. Quizás eso sea precisamente lo que quiere el gobierno.

Iraultza Askerria

La Puerta de Alcalá

La historia, en forma de cicatrices, imprime su firma en el alma de la humanidad, en sus tierras, en sus obras, en sus creencias y en sus monumentos. El pasado transforma al mundo en su diario, y anota con precisión los sucesos que merecen ser recordados para la posteridad, bien sea por su magnificencia o por su maldad.Prueba de ello es la Puerta de Alcalá, en el centro de Madrid. Un monumento de piedra que ha sido protagonista de caminos, de bienvenidas ilustres, de resistencias bélicas y de atentados anarquistas, y centro del bastión republicano, de manifestaciones sociales y de la canción que lleva su nombre. Una verdadera enciclopedia de la historia.800px-Madrid_06.JPG

Al repasar la antigüedad del monumento, se debe referir que antes de la puerta moderna, hubo otras tantas construcciones que servían de paso obligado para aquellos transeúntes que venían de otros puntos de la península. Por ejemplo, desde Alcalá. De ahí su etimología. Además de a la Puerta de Alcalá, hubo otros muchos portones que cerraban las murallas de la capital y que unían los caminos de diferentes puntos regionales: Segovia, Guadalajara, Toledo, etc. La utilidad del edificio era a grandes rasgos defensiva y civil.

Sin embargo, la puerta fue reconstruida varias veces con el devenir de los siglos, hasta que Carlos III, en la segunda mitad del siglo XVIII resolvió derribarla y erigir una puerta monumental, convirtiéndola en un símbolo para la capital, una pieza indispensable en la arquitectura española.

Como el arte monumental no entiende de patrias, el trazado del edificio fue encargado al italiano Francesco Sabatini, cuya propuesta fue la elegida en detrimento de las ofertas de otros dos arquitectos españoles. Además, para consolidar la agradable autoría internacional, un escultor francés y otro hispano fueron los encargados de las decoraciones escultóricas.

De esta forma, se encontraba Madrid sin su puerta más prestigiosa en el año 1770, cuando empezó la edificación del nuevo proyecto. Se tardó ocho años en erigirla. Mucho tiempo tal vez, pero la espera, indudablemente, mereció la pena. A fines de esa década, la ciudad contaba ya con una puerta monumental, insigne y maravillosamente hermosa. Formada por cinco vanos. Los dos laterales eran adintelados, y los centrales, arcos de medio punto. Estaba provista además de dos fachadas completamente disímiles; la exterior, que miraba al este con su escudo de armas y sus cuatro niños que simbolizando las cualidades cardinales, y la interior, algo más sobria que la pareja y ataviada con decoraciones de leones, cornetas y trofeos de guerra.

Es tan basta la simbología del monumento, que se harían necesarias decenas de páginas para describir cada motivo arquitectónico y escultórico, y vincularlo con la historia o la mitología; conocimiento que cierto autor no tiene.

Por tanto, es necesario adentrarse en otro curioso rasgo de esta pétrea puerta. Y es que, desgraciadamente, porta las heridas en sus muros de tantos ataques no identificados, que han mancillado su monumentalidad artística y su rigidez histórica. Basta con contemplar momentáneamente la fachada exterior, y la monstruosidad de sus columnas llagadas abrirán de par en par los ojos del espectador. ¿Tan poco sentido común tiene el ser humano que es capaz de destruir su propio arte? ¿Nada se ha aprendido de la devastación de la biblioteca de Alejandría? Bastante corrosivo resulta el tiempo y las arenas del olvido como para contribuir voluntariamente a dicha aniquilación.

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La autoría y el contexto del ataque a la Puerta de Alcalá no tiene una respuesta clara. Se especula con la posibilidad de que las tropas napoleónicas ocasionaran los daños durante el levantamiento del 2 de mayo. Aquel primer paso hacia la guerra de la independencia, que sería recordado renombrando con dicho título a la plaza en la que se levanta la puerta.

Otra posibilidad, se encuadra en el marco del Trienio Liberal, cuando entre 1820 y 1823, los liberales contrarios a la restauración obligaron al rey Fernando VII a firmar la Constitución de 1812. El monarca necesitó la ayuda de la Santa Alianza, países europeos defensores del absolutismo, para restablecer su poder totalitario. Para ello, los Cien Mil Hijos de San Luis del ejército francés acudieron en defensa del rey español. Se dice que en la contienda, los proyectiles de los franceses, impactaron contra la Puerta de Alcalá. Estos hechos no han sido unánimemente aceptados. Después de la confrontación, Fernando VII fue depuesto en su trono. Diez años antes los españoles habían luchado contra los franceses por la restauración de su monarquía y una década después, fue al contrario. ¡Qué irónico!

Avanzando un poco más en el tiempo hasta atracar en 1921, antes de la dictadura de Primo de Rivera, acaeció junto a la Puerta de Alcalá un atentado anarquista que acabo con la vida de Eduardo Dato. El presidente de gobierno fue tiroteado desde una motocicleta mientras viajaba en su coche, y parece que los proyectiles pudieron deteriorar el monumento.

Sea cual fuere la razón de los desperfectos de la puerta, lo cierto es que la humanidad debe aprender de sus errores. Sin hacer apología de la violencia, las revoluciones y las guerras deben respetar las obras artísticas del pasado. Ya que parece imposible convencer a los militares y a los rebeldes de que respeten a los civiles, al menos, que respeten su arte. El arte no daña a nadie y enriquece a todos, independiente de la religión o signo político del individuo.

Aprendamos de nuestras culpas y corrijamos el futuro. El arte sólo debe pertenecer a la eternidad. No quiero ver a otro Carl Sagan atormentado por la destrucción de la biblioteca de Alejandría. Quiero… poder ver esa biblioteca.

Iraultza Askerria

La Milla Real de Edimburgo

La calzada descendía suavemente sobre un pavimento pedregoso fruto de la fábrica de nuestros antiguos arquitectos medievales. El frío de la noche se desprendía de su oscura mortaja y abrazaba a las baldosas de piedra, mientras el sonido de una gaita surgía de la sólida protección de un soportal. Dentro, un joven vestido al estilo y forma de un highlander enarbolaba su instrumento musical como un habilidoso espadachín. El grave zumbido siempre incesante de la gaita me acompañó agradablemente durante todo el trayecto.

Me detuve un instante. Me giré, alcé la vista y me topé con la inmensa amplitud del castillo, una fortaleza antediluviana donde aguardaba una impresionante vista panorámica de la ciudad, sólo comparable con las perspectivas desde Calton Hill. Casi con detalle se podían entrever desde lo alto las parejas que paseaban por los jardines de los príncipes, y la eterna punta que sobresalía del café The Hub, en cuyo edificio, una antigua iglesia gótica, se celebraba el Festival Internacional de Edimburgo año tras año. En definidas cuentas, la panorámica desde la fortaleza era, sencillamente, sublime.

El castillo simbolizaba historia, épocas pasadas de reinados y férrea fe en el catolicismo. Su muralla se erguía como una eternidad indestructible. Los muchos cañones apostados en las almenas daban cuenta de la importancia defensiva de la que disfrutó. Además los muchos museos militares exclusivos de su interior hacían un repaso histórico de todos los percances bélicos que habían sucedido durante los postreros siglos.

Reemprendí la marcha, no sin recordar que un pequeño museo se alzaba medio oculto en aquella zona, y al que se llegaba tras atravesar un oscuro y estrecho close. El recinto honraba a tres de los más grandes y conocidos poetas del país, como lo eran Robert Burns, Robert Louis Stevenson y Sir Walter Scott.

Los versos del romanticismo me acompañaron durante el resto de la travesía. Me detuve al final de la calle, a la espera de que el semáforo de peatones me indicara que podía atravesar la calzada. Nunca me acostumbraría a esos pasos de cebra tan disímiles a los de mi tierra natal, y que en más de una ocasión me habían acarreado un disgusto.

Tras cruzar la calle, me encontré de lleno con la estatua de David Hume. Con su tono azulino, el códice apoyado en su rodilla y la toga cayendo hasta sus tobillos desnudos, me parecía más un antiguo pensador griego que un filósofo de la ilustración. El clasicismo me hizo esbozar una sonrisa, y tras atravesar la High Street me descubrí en la acera de la derecha.

Al fin, el estilo gótico, maravilloso, divino e inabarcable desempolvó las confusas memorias de mi última visita. Los órganos de las iglesias, los arcos en punta, las prodigiosas fachadas y esa arquitectura elevada hasta el grado máximo de la magnificencia aparecieron ante mí como un ansiado arcángel.

Se trataba de la catedral de Saint Giles. El edificio rezumaba historia; siglos de reforma y aprovisionamiento de estilos artísticos, centenares de voces eclesiásticas, un maremágnum de visitas turísticas y tantas veces modelo fotográfico. Al entrar por primera vez en la catedral, me había invadido… ¡la inmensidad! Las columnas enormes, las vidrieras policromas, la misteriosa planta que escondía secretos, la crónica de las coronaciones escocesas del medievo, las pinturas en relieve sobre los muros, las tumbas marmóreas y las bóvedas etéreas. El paraíso, si existía, había de tener la forma de esta catedral.

Seguí mi camino evocando aquel ejemplar concierto de coro con el que me había deleitado en el interior de St. Giles el pasado domingo. Luego, descendiendo por la calle peatonal, me topé con la estatua de Adam Smith, que daba la espalda al edificio religioso. Un buen amigo mío me lo había presentado como “el padre del capitalismo”, y siendo yo un pobre obrero, nunca tuve en estima a este economista escocés. Resulta que los prejuicios son mucho más poderosos que la verdad.

Perdido en mis elucubraciones, me percaté de que había pasado por alto el ayuntamiento de Edimburgo. Nunca había sido amigo de los remordimientos, con lo que proseguí mi camino, recordando, eso sí, mis gratas impresiones sobre la sede de la alcaldía. Estaba medio oculta tras una hilera de sencillos arcos, que tras franquearlos dejaban ver un monumento en forma de lápida que honraba a los caídos durante la primera y segunda guerra mundial. Cincelado en la piedra, un texto rezaba en letras capitales: “Their name liveth for evermore”, una frase vital sobre la que espero que no se esculpan más fechas. Tras flanquear el monumento, en el centro del atrio del ayuntamiento, se erigía una efigie de Alejandro Magno a lomos de Bucéfalo, su querido equino. Corría una curiosa leyenda en torno a las orejas del caballo, pero que debido a su falta de oficialidad, preferiré no referir. Si mi mente duda, que no duden mis palabras.

Hablando de leyendas, junto al ayuntamiento, o mejor dicho bajo él, se encontraba The Real Mary King’s Close. Se trataba de un angosto callejón que conducía a una atracción turística mezclada de historia y de terror. El guía te orientaba a través del subsuelo del ayuntamiento, mostrándote los diferentes pasadizos y casas que antiguamente habían conformado la ciudad. Un paraje actualmente tapiado, y que antaño, se había convertido en tumba de miles de edimburgueses debido a las plagas y a la peste.

Proseguí en mi descenso por la High Street, avistando a mi alrededor decenas de pubs con sus cimientos de madera y sus cálidas chimeneas, que daban al recinto un ameno toque hogareño y familiar. En sus interiores se podía disfrutar de una fría cerveza tostada siempre al amparo de música folclórica o degustar exquisitos platos: desde una sopa de verduras, perfecto mal contra el frío de aquellas latitudes, hasta una hamburguesa de vacuno con sus peculiares lonchas de beicon, tan sabrosas. La reminiscencia me abrió el apetito, pero decidí proseguir mi camino.

Cuando quise darme cuenta, tropecé con la ancha avenida de North Bridge, que atravesaba la Royal Mine para conectar con Princess Street. Aguardé impaciente a que el semáforo detuviera el constante ajetreo de vehículos, entre los que sobresalían los imponentes autobuses de dos pisos, muchos de ellos reservados a los turistas.

Al fin cruce la avenida y poco después, a mi izquierda descubrí la casa más antigua de la ciudad medieval, cuya edificación databa del año 1490 y en la que vivió años después el sacerdote protestante John Knoz, fundador del presbiterianismo. A pesar de las reformas, aún podían observarse los antiguos muros de piedra de la fachada.

Dejé atrás la antediluviana morada para conectar con Canongate, el último recorrido de mi trayecto. Aquí la calle se estrechaba. Incluso parecía perder el lujo y el encanto original de High Street, pero lo cierto es que Canongate escondía tanta historia como el recorrido anterior. Prueba de ello radicaba en el Museo de Edimburgo, que contenía piezas indispensables del pasado de la capital, ancestrales planos de la metrópoli e incluso una maqueta de la misma que databa de la época de María Estuardo, lo cual contribuía a comparar su construcción pasada con su modernidad actual.

Justo en frente se erigía The People’s Story, museo que reproducía la vida de la urbe de Edimburgo de los últimos tres siglos. El edificio estaba coronado por un peculiar reloj en forma de cubo, en el que era imposible no fijarse, y que sólo mirarlo transportaba al espectador a otra era pasada y ficticia, como un lejano oeste estancado en un desierto infernal, pero bajo la dominación de una civilización tecnológicamente avanzada.

El pasado, junto a sus muertos, residía junto a este museo dentro del camposanto de Canongate, algo menos numeroso y recargado que el cementerio de Calton Hill, pero igual de importante, pues albergaba a un personaje tan prestigioso como Adam Smith, anteriormente mencionado.

Con la huella del capitalismo arrastrándose en mis memorias, seguí calle abajo, por la acera de la diestra. A los pocos metros, vislumbré la fachada vanguardista del parlamento escocés, con sus paredes medio circulares provistas de efigies en relieve y de multitud de célebres citas manifestadas por personajes de toda índole. Uno podía transcurrir varios minutos leyendo las frases cinceladas en la pared o conjeturando sobre las formas geométricas e irracionales que se dibujaban en aquellos muros, en un intento de adivinar el objetivo de su autor, el arquitecto catalán Enric Miralles. No tengo más remedio y mayor desgracia que declarar que el artista murió antes de ver finalizada la obra.

La democracia moderna consolidada en parlamentos y congresos alrededor de todo el mundo resultaban ser los monumentos contemporáneos del presente. En un mundo en que la religión cristiana parecía condenada al olvido, la supremacía artística de sus catedrales y monasterios era reemplazada por el vanguardismo arquitectónico de foros, ministerios, concejalías y ayuntamientos. Una prueba de ello se encontraba sin duda en el mencionado edificio parlamentario, que se encontraba frente a otro de los elementos más cotizados de la arquitectura: el palacio real.

Al fin, había llegado. Me detuve al otro lado de la acera, frente al palacio de Holyroodhouse, el final de la milla real. Historias, reinados, coronaciones, ceremonias eclesiásticas, siglos de leyendas y de simbología real se aunaban tras los muros de la casa solariega. Construida hace nueve siglos como una abadía, la residencia real fue añadida al final de la edad media, en un estilo clásico y magno. Su interior, con su decorado barroco, exhibía las comodidades a las que se acostumbraban los integrantes de la realeza. El palacio fue residencia de la célebre y desgraciada María Estuardo, reina de Escocia, siendo en la actualidad propiedad de la reina Isabel II. La mencionada abadía se había derrumbado en el siglo XVIII, y sus ruinas eran hoy en día una escasa muestra de lo que realmente fue. Pero desafortunadamente, el tiempo devoraba las obras más significativas del ser humano y llegado a ese punto sólo nos quedaba la imaginación para reconstruir lo que nos hubiera gustado conocer.

Me volví y alcé la vista. Calle arriba, intenté vislumbrar los muros del castillo, pero me fue imposible. Había recorrido en apenas media hora la milla escocesa que separaba la fortaleza del palacio. La milla real, la milla de oro. Así la llamaban. Un camino de mil ochocientos siete metros colmado de catedrales, museos, hostales, tabernas y restaurantes, centros de turismo, edificios gubernamentales, cementerios y palacetes. Los recuerdos habían aflorado en mi corazón con cada paso, con cada andar. Estaba completamente embriagado con el esplendor de una de las ciudades más bonitas de Europa, de Edimburgo, apodada la Atenas del Norte. Si tuviera que elegir otro lugar de nacimiento sería éste.

Desde aquí mi tributo a esta preciosa caminata, cuyos metros represento en forma de palabras.

Iraultza Askerria

Por respeto a la monarquía

Me parece ésta una semana agitada, políticamente hablando. Los chismes se reproducen como plagas y las catástrofes acechan en cada titular de los periódicos. Desde el codiciado petróleo de Argentina hasta las selvas africanas de Bostwana, donde un tierno elefante yace abatido por la puntería de un rey. Una pena que su nieto no haya heredado la misma habilidad. Con todo esto, muchos de los diarios actuales han tratado de diferente manera la monarquía, ya sea para defender su institución o atacar a alguno de sus integrantes. En esto pienso, cuando recuerdo la última vez que coincidí con el rey español, en un acontecimiento público. Acaeció en la pálida Cádiz durante el bicentenario de la Constitución de 1812, La Pepa. Yo me encontraba en el Oratorio San Felipe Neri, acompañando a los coordinadores de mi partido político. Nuestro apoyo a la democracia era incuestionable y así queríamos demostrarlo acudiendo a aquella importantísima cita; una constitución, sea o no la más progresista, siempre debe ser honrada.La celebración transcurrió sin incidentes y sorpresas, con discursos ensalzadores y retazos históricos. Hasta que el rey Juan Carlos I tomó la palabra. Recuerdo que en ese momento mi corazón comenzó a clamar por la Constitución de 1931. Quizá por ello, haya olvidado el contenido de la arenga del monarca.

Lo que recuerdo con exactitud, y quizá fue lo que me despertó del pasmo, es como el público estalló en un aplauso al término del discurso del rey. Yo, por mi parte, contribuí a la ovación, con mi espíritu republicano y a pesar de que alguno de mis camaradas no lo hizo. Yo aplaudí, ¡claro que sí! ¿Y por qué? Porque acostumbro a aplaudir a los oradores de discursos, por simple respeto. Esgrimí el mismo gesto con el presidente del gobierno y con el doloroso gol que nos marcaron en la final de copa, años atrás. Simplemente, respeto. Nada más. El respeto es la base del progreso democrático. A pesar de no defender la monarquía, tengo el deber de respetarla. Y viceversa.

Por eso aplaudí.

En esto estaba pensando, cuando me encuentro con un profético titular del diario ABC. En sus párrafos, leo lo siguiente:

El ministro no consideró necesario que PP y PSOE alcancen un Pacto de Estado sobre la institución de la Monarquía y recordó que todos los grandes partidos han «escenificado su apoyo a la Corona» con los aplausos cerrados que han brindado al Rey en fechas recientes. Primero, en la inauguración de la actual legislatura y, después, con motivo de la celebración del bicentenario de la Constitución de Cádiz.

ABC

Entonces vuelvo a recordar mi aventura en la hermosa Cádiz: mis manos ovacionando al rey orador y mis compañeros cruzados de brazos. Sólo por eso se considera que apoyo a la Corona. Errónea interpretación.

La próxima vez ya sé que NO tengo que hacer.

Iraultza Askerria

Lo que de verdad pensamos

Me siento ultrajado, completamente ultrajado. Siento que se ríen de mí —y de nosotros—. Siento mis rodillas desgarradas ante tanto arrastre de confianza —y los codos también—. Siento la mente torturada —mejor no hablar del corazón—. Y mi confianza pateada —y la vuestra también— como una víctima del nazismo.

¿A qué se debe esta quejumbrosa ofensa?

Muy sencillo:

«Ahora que ya no estamos en campaña electoral y han pasado las elecciones andaluzas y generales, los políticos debemos decir lo que de verdad pensamos, aunque a veces sea políticamente incorrecto.»

¿Lo que de verdad pensamos? Guauuuuu… y discúlpenme por la expresión: menudos cojones.

Así es, de la boca de un político —un senador para más señas— han surgido estas ominosas palabras que parecen mofarse de la democracia, las elecciones, la confianza de los votantes y las promesas de los políticos. Si ya nadie se fiaba de estos —o muy pocos—, ¿quién lo hará ahora a partir de esta injuria?

La política española se ha puesto en duda a lo largo de los años. En este país de pandereta, de vagos, maleantes y corruptos, los electores depositamos la confianza en aquellos que promueven iniciativas para remodelar el país positivamente y para contribuir a la mejora y al progreso. Depositamos nuestra confianza incluso en aquellos que han sido acusados de blanqueo y prevaricación. Depositamos nuestra confianza, nuestros votos y nuestra esperanza.

¿Para qué? Para vernos unos meses después traicionados. Nuestra lealtad corroída por lo que todos nosotros temíamos: que las promesas electorales son sólo promesas, y que las verdades defendidas en campaña, mentiras.

Eso es certeza, tal y como admite este político.

A pesar de todo, hemos sido fieles. Un pueblo fiel ante un gobierno corrupto.

Si esta lealtad es motivo de burla para este senador —quien tendrá durante el próximo año un poder legislativo inabarcable para el pueblo—, ¿qué justicia nos puede quedar a los obreros? Ninguna. ¿Ilusión? Vacío. ¿Orgullo? ¿De qué? ¿De esta patria? ¿De este país? ¿De sus gobernantes? No, no de momento.

Me temo que estamos acorralados ante los intereses bancarios, la soga de las multinacionales y la cobardía de la clase política. Muy pronto, nuestros hijos tendrán que pagar por recibir una educación, nuestros ancianos deberán abonar las dietas de los cirujanos que los atienden y nosotros trabajaremos catorce horas al día hasta ser octogenarios. ¿Por qué digo esto?

Otra vez, muy sencillo:

El […] senador por Córdoba, Jesús Aguirre, […] ha asegurado que hablar de solidaridad, universalidad o gratuidad es «una utopía».

20 minutos

No, no es una utopía. Utopía es creer en vosotros.

Iraultza Askerria

Referencias:
20 minutos
Informativos Telecinco
Expansión


Espejito, espejito

Dijo Oscar Wilde: “sólo hay dos tipos de mujeres, las feas y las que se pintan”. No podría estar más en desacuerdo. Desde mi juicio, la frase correcta sería: “Hay dos tipos de mujeres, las que no se pintan, bonitas, y las que se pintan feas”. ¿Una contradicción? No. Un hecho.

A lo largo de los años he comprobado que el alarde de suntuosidad —bien sea por el pintalabios de carmín, bien sea por el calzado de tacones de aguja— con la que se proveen algunas damas, desemboca en una figura falsa e hipócrita que esconde la verdadera belleza y sensualidad de la mujer. Los tocados ideales del cabello, las pestañas largas como finos puentes de alquitrán o las caras tersas bajo un pantano de cremas, únicamente contribuyen a esconder un físico natural, espléndido, luminoso y puro; dado que una fisonomía basada en el orgullo, la franqueza y la seguridad es mucho más agradable que un semblante reestructurado bajo cosméticos y horas de mirarse en el espejo. Porque cuando la reina se miró en el cristal y dijo: “espejito, espejito, ¿quién es la más bella del reino?”; la respuesta no fue la figura de su rostro emperifollado y recargado hasta la saciedad, sino el perfil modesto y sencillo de una inocente niña. Una corona no es bonita, bonita es la frente que la porta.

De ahí, que considere al maquillaje como algo banal, un disfraz utilizado para esconder la inseguridad, la baja autoestima y el auto-reproche. Muchas mujeres son incapaces de sentirse seguras sin una capa de cosméticos ocultando las supuestas impurezas de su rostro. Muchas necesitan cerciorarse de la total perfección de su faz antes de salir a la calle. Y muchas no se percatan de que no importa cuantas pinturas se utilicen, porque nunca se podrá superar la belleza que la naturaleza ha otorgado.

Recuerdo como una joven compañera de oficina —una chica preciosa donde las haya como más tarde me di cuenta—, siempre acudía a su puesto de trabajo con los ojos pintarrajeados, las pestañas largas hasta lo sobrenatural, los tobillos erguidos sobre unos tacones de vértigo y los muslos afianzados tras una minifalda poco exigente en sus dimensiones. Supongo que ella buscaba la apoteosis de la belleza: poder destacar en el mundo como la escultura más bonita, el cuerpo más agradable y la sonrisa más cálida. Pero nada hay más sobresaliente que la autenticidad de la sencillez.

Fue así como, varios meses después, coincidí con ella en el polideportivo, en la pista de atletismo. Yo acostumbraba a correr al mediodía, y parece que ella había adquirido la misma determinación.

Al tropezarme con la joven, nos saludamos… Y yo, embobado, la examiné con locura: los ojos puros y sin maquillar, los labios salados por el sudor, las mejillas coloreadas por el bombeo constante de la sangre, el cabello recogido en una coleta y su cuerpo vestido con el más simple de los pantalones deportivos y una camiseta sin color. Le dije: “estás preciosa… ¡al fin, has dejado al sol libre de sus nubes!”. Luego, seguí corriendo, y desde entonces, cuando ella llegaba a la oficina, la descubrí más sensata, más segura y con menos atavíos y ornamentos en derredor a su persona.

Soy consciente de que en el actual mundo en el que vivimos donde nada es lo que parece y pretendemos que todo sea lo que no puede ser, es muy fácil sucumbir a los estereotipos prefabricados por la televisión, las estrellas de cine y los videoclips subidos de tono. Soy consciente de que una chica de escasa iniciativa y algo temerosa, sólo puede encontrar aplomo emulando la hermosura de las top models, los supuestos cánones que todo hombre deberíamos amar. Y del mismo modo, soy consciente de que toda esa parafernalia no deja de ser una mentira, una falacia, una trampa consolidada tras retoques fotográficos, horas de gimnasio, vestimentas millonarias y dietas famélicas. Las modelos de Victoria’s Secret son angelitos. Las mujeres ataviadas con un pijama que se sienten seguras y bonitas son… sencillamente… diosas.

Quizá si fuésemos capaces de ver más allá del espejo y contemplar el interior del alma, nos daríamos cuenta de que el maquillaje sólo sirve para aumentar la confusión y la irrealidad de este mundo. Cualidades que sobran y que no aportan absolutamente nada.

Porque lo cierto es que… mujer natural, mujer hermosa.

Iraultza Askerria