El significa de la Armada Invencible

Pensar en la Armada Invencible invita a imaginar una inmensa flota jamás derrotada, invulnerable y formidable. Férrea y terrorífica, con sus cañones y su fortaleza ingente. Un brazo armado que recorre los mares y apresa a sus débiles enemigos. Una flota irreductible. Pensar en la Armada Invencible invita a pensar asimismo en una presumiblemente fácil batalla en mitad del Atlántico que fue causa de derrota de los españoles a manos de los audaces ingleses.

Bueno… nada más lejos que la realidad. O dicho de otro modo: todo mentira.

La Armada Invencible se llamó original y oficialmente Grande y Felicísima Armada, título adjudicado por el rey Felipe II. En el marco de la guerra contra Flandes, en donde los intereses españoles se centraban en apaciguar los levantamientos populares de las Diecisiete Provincias de los Países Bajos, los corsarios ingleses bajo las órdenes de Isabel I apoyaban a los rebeldes flamencos en detrimento de los intereses del Imperio Español. Esto, junto a otros factores relacionados con las enemistades entre fes cristianas, convirtieron a Inglaterra en enemigo de España, en un escollo. Como solución, el rey Felipe II se dispuso a invadir Inglaterra con objeto de derrocar a la reina. El único problema era que el ejército español estaba concentrado en Flandes, lejos de las tierras británicas, y para trasportarlos a la isla se hacía indispensable una flota bien defendida. Es aquí donde comienza la historia de la Grande y Felicísima Armada, y también su mentira.

La flota española ascendía hasta los ciento treinta barcos, entre los que se contaba una veintena de galeones, perlas de cualquier armada marina. El escuadrón inglés, resguardado en sus costas, contaba con poco más de ciento sesenta navíos. Un número algo mayor que el del ejército atacante. La cuantía de cañones ascendía a los dos millares por ambos bandos -un tanto más en el ejército español-. Parece ser que la mayor diferencia en cuento a poder bélico entre ambas fuerzas estribaba en la infantería, puesto que España contaba con una de las unidades militares más poderosas de la época: los temibles tercios. Por tanto, cabe resumir, que el dominio naval era muy similar en ambos contendientes.

¿Entonces, fue o no un fracaso la campaña española sobre Inglaterra? Sí, fue un fracaso, pero no una derrota. La flota de Felipe II consiguió llegar al Canal de la Mancha después de haber sufrido varias tempestades. Allí, fue atacada y dividida por la armada inglesa, que consiguió sabotear el objetivo hispánico. Así, incapaces de trasladar al ejército de tierra, la flota íbera tuvo que regresar bordeando Gran Bretaña e Irlanda. En el trascurso del viaje, algunas veces debido a naufragios y enfermedades y otras al hostigamiento inglés, la armada fue diezmada. Finalmente, algo más de sesenta navíos alcanzaron las costas cantábricas -otras fuentes aumentan a más de ocho decenas-, donde se guarecieron a salvo.

Después de esto, la propaganda de la victoria comenzó a ensalzar los valores ingleses, buscando un claro afianzamiento patriótico de Inglaterra y un engrandecimiento de su dominio. De esta forma, se comenzó a divulgar el apelativo de Armada Invencible para definir al ejército enemigo -vencido en singular batalla naval, supuestamente- y la leyenda negra se propagó como dinamita. Isabel I logró consolidar el sentimiento nacional de Inglaterra, y procedió a un ataque de castigo sobre la península ibérica. Su campaña militar, se frustró igualmente.

En conclusión, no hubo una armada invencible ni un Goliat ni un David como se nos ha hecho creer después de tantos siglos. Hubo sencillamente, unas fuerzas bélicas encontradas: el atacante, el mayor imperio de la época; y el defensor, una emergente potencia que tenía bajo su yugo a los pueblos británicos.

Y el invasor, fue derrotado.

Lo que si hubo fue una manipulación propagandística, una insinceridad histórica y una tergiversación ingrata. Lo cual, me confunde, me enfurece y me perturba.

Las civilizaciones y los historiógrafos deben promover por encima de todo la veracidad histórica, como argumento final contra la falsedad patriótica, fanática, extremista o radical de cualquier nación. Porque, si algo debemos aprender después de tantas guerras y muertes, es que no existe ninguna raza superior ni ninguna religión dominante, sino un bonito mural de diferentes filosofías y culturas, cada una con sus errores y con sus aciertos, y todas con el merecimiento de ser recordadas tal como fueron y no como quisimos que fueran.

La historia, ante todo, debe ser, siempre, un espejo de la realidad, sin tapujos

Iraultza Askerria

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Adiós, chu-chu

Era una tarde de domingo. Una bonita tarde en la que el sol brillaba con fuerza, y el tiempo parecía estancado, evitando alcanzar una nueva semana. En los vagones del tren, los pasajeros llenaban el vacío de los asientos, relajados tras disfrutar de una jornada vacacional.
En el pueblo rural vecino había acontecido un bonito y multitudinario mercado artesanal. La mayoría venía de allí después de haber disfrutado de espectáculos rurales, rica gastronomía cultural y episodios teatrales protagonizados por bufones y caballeros.
Todos habían disfrutado de lo lindo.
Otro tren atravesó entonces la vía en el sentido contrario.
—¡Adiós, chu-chu! —Una vocecita suave, dulce e inocente surgió en el interior del vagón. El resto de los pasajeros se rió abiertamente ante la jocosidad del niño. Se respiraba alegría—. ¡Adiós, chu-chu! —repitió la criatura.
Y de nuevo las carcajadas sobrevolaron el ambiente del concurrido vagón.
El niño tendría poco más de dos años. Estaba sentado sobre las rodillas de su padre, con la mirada fija en los ventanales del vagón. Escrutaba boquiabierto y anonadado cada paraje idílico que atravesaba el tren. Por su parte, los pasajeros contemplaban embelesados al retoño, con una sonrisa dibujada en los labios.
—¡Mía, pajaito! —exclamó el niño.
Se soltó de los brazos de su padre y se asomó tanto como pudo a la ventana. La golondrina elevó el vuelo por encima del tren y desapareció de su vista. El niño volvió la cabeza y miró al otro lado del vagón. La golondrina apareció un instante después en la ventana de enfrente.
El niño lanzó una carcajada, divertida, mostrando sus deslumbrantes dientes de leche. Y todos los pasajeros se rieron con él. Luego se volvió hacia la ventana. Con unos ojos llenos de curiosidad, como quien nada sabe y todo lo quiere saber, examinó en grado de erudito los parajes que se mostraban ante él. Montañas, praderas, carreteras y casas. Hasta que el tren se detuvo en una estación. En la otra vía estaba estacionado otro tren. Se disponía a marchar.
—Adiós, chu-chu —exclamó el niño, jubiloso. Saludando al ferrocarril con la palma de la mano.
La alegría se desbordó en múltiples carcajadas. Su padre cogió al niño entre los brazos. Éste se resistió entre risitas, intentando quitarle el sombrero de mimbre que llevaba en la cabeza y había adquirido en la feria. Su padre no pudo evitarlo y el niño terminó colocándose el complemento. Era tan grande y su cabecita tan pequeña, que el sombrero acabó por ocultarle el rostro hasta la nariz. Se escucharon aún más carcajadas.
El tren arrancó, ajeno al regocijo del vagón, iniciando el trayecto por una zona rocosa de escabrosas montañas y profundos desniveles. El niño se había pegado al cristal para observar aquel violento paraje que lo asombraba.
Continuó en aquel estado de inconsciencia contemplativa durante varios minutos. Poco a poco a medida que el niño callaba, inmóvil, el ambiente del tren se tornó más frío y silencioso. De nuevo pensamientos de frustración asolaron a los muchos adultos que viajaban en el tren, pensando en las normas de la supervivencia humana, en los empleos estresantes y en los problemas económicos que las muchas horas de matemáticas no habían logrado esclarecer.
En ese instante, las vías se ensancharon cerca de un precipicio, a la sombra del monte que rodeaban. Al otro lado, un ferrocarril apareció en el sentido contrario, siguiendo correctamente su camino.
El niño lo vio y se rió ante la cercanía del otro tren, jovial. Procedió a decir algo, pero entonces ocurrió lo impensable… y enmudeció.
Tras una maniobra fallida, el tren se salió de las vía, empotrándose de lleno contra el vehículo del sentido contrario. De los cinco vagones de este último, cuatro quedaron colgando del barranco y el quinto se aferró a las vías como un suspiro aferrado a la vida. El niño, intacto, contemplaba lo ocurrido en una aptitud de incomprensión. Ni siquiera se había percatado de que su padre se había dado un fuerte golpe en la nunca y de que ahora yacía inconsciente en el asiento del vagón.
En el exterior el otro tren se balanceaba sobre el precipicio entre la vida y la muerte. Pero para el niño aquello no era más que otra parada en el largo trayecto ferroviario, y un camino por el que el otro tren partiría en breve.
El niño aguardó expectante a que los trenes reemprendiesen la marcha, ajeno a los gritos de dolor y a las quejas de furia e impotencia. Cuando definitivamente, el otro tren cayó al abismo, el niño esbozó una sonrisa, y dijo:
—Adiós, chu-chu.

Iraultza Askerria

Megallones

En un planeta azotado por tempestades, guerras sin cuartel y hambrientas enfermedades que desgastan el espíritu humano, los países tercermundistas se ahogan en la abundante escasez de sus necesidades básicas, al tiempo que el mundo occidental concentra su preocupación en otras catástrofes de calado millonario. De ahí que se ahonde en el infame cierre de la página web de Megaupload, que ha levantado ampollas en la sociedad. La gente de a pie esgrime el argumento, veraz y a la vez hipócrita, de que ha perdido los archivos personales que compartía en el sitio web. Los indiviuos de las altas esferas, que nunca brillarán como el sol, argumentan en favor de los derechos de autor; derechos tan a menudo violados en el siglo actual.

Megaupload ha sido desde hace años uno de los pilares sobre el que se fundamentaba el negocio de las descargas directas y el centro neurálgico de un sinfín de páginas que se limitaban a almacenar, publicar y divulgar dichos enlaces. El 4% del tráfico de la red transitaba directamente por los servidores de megaupload.

La libertad de este servicio permitía almacenar online los documentos más transcendentes de tu ordenador personal, y compartir, por ejemplo, las fotos de tus vacaciones en Roma con cualquier familiar y amigo. Incluso una galería fotográfica de varios gigabytes de datos. Anque para ello, se hacía necesario disponer de una cuenta premium para amontonar en Megaupload dicha información. Un privilegio que se abonaba mensualmente. El cierre de Megaupload no les habrá gustado a aquellos que habían invetido su dinero y sus archivos personales en el populoso sitio de descargas.

No obstante, estoy convencido de que la función principal de megaupload era descargar -upload- más que cargar -load- archivos. Y diré más: como su nombre indica descargas masivas. Ahora llegamos al punto de inflexión de la propiedad intelectual, los derechos de autor y la piratería.

Es por todos conocido que desde Megaupload podías encontrar desde El quijote en versión pdf hasta Titanic, de James Cameron, en formato HD. También la última canción de Shakira o del Reno Renardo. Y aunque estoy a favor de la gratuidad cultural -sea música, cine o literatura-, también soy un acérrimo defensor de compensar a esos artistas que tan honradamente se han dedicado a la consumación de su arte.

Un artista debe disponer sin prejuicios de dos opciones. La primera y tradicional vender sus obras a terceros, para que estos divulguen el contenido mediante costosas herramientas de marketing y se nutran con millones de dolares, dejando al artista un aberrante diezmo de ganancias. La segunda, y el futuro más provechoso, promulgarlas públicamente por Internet, sin barreras, y limitarse a recibir donativos o beneficios publicitarios; alternativa que no debe agradar a discográficas y editoriales multinacionales.

Porque, seamos sinceros, la gran mayoría de los autores reciben escasas compensanciones por sus obras de arte. No nos engañemos: el arte enriquece a los inversores, productores y comerciales del marqueting. Y nosotros -lectores, cinéfilos y melómanos- nos contentamos en nuestro egoísmo con disfrutar de la obra sin ofrecer nada a cambio -¿ni un gracias?-, y cuando lo ofrecemos, va a parar a las manos de… los de siempre. Esas discográficas que venden cien mil discos compactos por un ingente precio de veinte euros; y que se lamentan porque la propagación cultural por Internet les invita a caer en la bancarrota. Ja, piratas.
¿Y qué tiene que ver todo esto con Megaupload? Pues mucho… Tengamos en consideración que hace unas semanas se publicó por Internet un video en favor de Megaupload, donde aparecían y cantaban varios exitosos artistas. Pegadiza la melodía, por cierto. Contemos además, con que Megaupload llevaba varios meses poniendo a prueba un servicio llamada Megabox y Megakey; un portal en el que los artistas, sin intermedarios, podrían colgar gratuitamente sus canciones e ingresar hasta un 90% de los beneficios derivados de la publicidad.

Pero para desgracia del progreso de la civilización humana, Megaupload no ha podido poner en práctica su ambicioso servicio debido a su clausura por parte del FBI. Una pena. ¿Habrá tenido algo que ver el totalitarismo de la discográficas?

¿Quién sabe?

Habrá que ver y esperar…

Iraultza Askerria

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